Abandoné el Bayon a través de una pradera verde y amarilla y crucé la Terrazas de los Elefantes, la inmensa explanada donde se realizaban los grandes desfiles y las ceremonias públicas. Ya no existen los pabellones de madera que la flanqueaban y sólo algunos edificios en piedra han sobrevivido al tiempo, pero no pude dejar de imaginar a los ejércitos desfilando bajo la atenta mirada del rey y los mandarines, protegiéndose del sol bajo sombrillas de oro y viendo pasar a los carros de combate y los elefantes en una alarde de pompa y boato que mostrase al mundo el poderío del imperio jemer.
Y llegué al templo de Ta Prohm. Este templo es singular porque se ha dejado como muestra de como encontraron el complejo los franceses cuando llegaron a Angkor. No ha sido restaurado y la jungla tomó al asaltó sus torres y muros convirtiéndolo en una mezcla de perfecta simbiosis entre la vegetación y la piedra. Sus pasillos estrechos están llenos de recovecos angostos y pasajes bloqueados por derrumbes de hace siglos. Y la sombra de los árboles le confiere una frescura casi única entre los templos quemados por el sol. Mi guía una vez más se quedó fuera esperándome, pero ahora casi se lo agradecí, pues me permitió disfrutar del silencio de las ruinas a mi antojo.
Eran las dos de la tarde y mi "supuesto" guía decidió que ya era hora de volvernos al hotel. Yo le dije que no, que iba a estar hasta el anochecer visitando los templos y que quería ver el atardecer sobre la jungla. Me dijo que eso lo podía hacer otro día y que éste lo mejor que podíamos hacer era volvernos al hotel. Y ahí estallé. Le dije que no pensaba irme y que era una vergüenza la visita que me había hecho. Qué había aprendido más escuchando a otros guías que pasaban por allí que lo que él me había contado y que de ninguna forma me iba a volver cuando él quisiese, que se fuera si quería pero que yo me quedaba. Me respondió que no tenía forma de volver y que le llevase al hotel y luego volviese. Su cinismo me exasperó. Le di dos opciones, o esperar a que volviese yo o buscarse la vida con otro conductor para volverse. Ni intentó hablar con nadie. Se sentó en el Tuk-Tuk y permaneció en silencio bajo la atenta mirada de mi conductor que nos observaba con los ojos atónitos y que no había entendido nada de nuestra discusión pues había sido en español.
Dediqué la tarde a visitar otros templos menores pero cercanos y que tenían su encanto, como el Ta keo con sus terrazas, sus enormes escalinatas y sus torres coronándolo, o el Ta Nei, invadido por la jungla como el Ta Prohm pero a pequeña escala. Visité también los gemelos Chau Say Tevoda y Thommanon, muy sencillos pero interesantes y que les hacía merecedores de que se les hiciera una breve visita.
En el Ta Keo me encontré con Carlos, un canario que como yo, viajaba sólo y que sufría de vértigo. Cada vez que veía un templo con sus empinadas escalinatas se ponía enfermo y sudaba más aún si cabe. A pesar de ello consiguió subir hasta la última terraza y disfrutar del paisaje. Estuve un rato hablando con él y me recomendó subir la colina del templo Phnom Bakheng para admirar la puesta de sol desde lo alto. Y hacía allí me encaminé.
El calor concentrado de todo el día y una humedad altísima hizo que la ascensión a la cima de la colina, a pesar de ser un camino sin ninguna dificultad se convirtiese en una tortura térmica. Cuando al fin llegué arriba, descubrí que el templo en si no merecía mucho la pena la visita. Estaba bastante en ruinas y no tenía demasiado encanto, pero a pesar de ello trepé por sus escaleras, particularmente empinadas y me encontré en una gran plataforma con unas pocas torres supervivientes al paso del tiempo. La jungla se extendía todo alrededor hasta el horizonte y de ella brotaban los templos surgiendo entre sus copas como oasis de civilización.
Había ya bastante gente que había ido con tiempo para coger un buen sitio para ver el ocaso. Paseé por la plataforma haciendo tiempo a que atardeciera y poco a poco la plataforma se fue llenando de gente atraída por el reclamo de las vistas. Me senté en los restos de una columna y mientras preparaba la cámara conocí a Carmen y María, dos granadinas viajeras y alegres con las que conversé hasta que el sol empezó a declinar. Un sol rojo y potente que iluminó todo de una luz anaranjada y que al contraste con el verde de la jungla hizo exclamar expresiones de admiración repetidas. A lo lejos Angkor Wat enrojeció y se fundió poco a poco en sombras.
Una lluvia fina empezó a caer cuando el sol aún no se había puesto y la gente entre risas por la sorpresa empezó a sacar paraguas y chubasqueros mientras intentaban proteger los cientos de cámaras de fotos que sin parar fotografiaban el ocaso. Un arco iris apareció entonces en el cielo. Un arco iris precioso que hizo que la atención de la gente se desviase un momento del sol para admirarlo. Era como si el cielo celebrase el orgullo gay conmigo en ese recóndito lugar del mundo. Y me sentí feliz.
Y entonces estalló la tormenta.
Un aguacero de proporciones bíblicas descargó con todas su fuerza sobre la montaña y todo el mundo se lanzó sobre las escalinatas para intentar salir de allí. Las empinadas escaleras, ya complicadas de subir cuando estaban secas se convirtieron en un embudo con la gente intentando bajarlas a toda prisa. Muchas personas mayores que habían subido la colina en elefante tenían verdaderos problemas para descender por los resbaladizos escalones y pensé que si la gente seguía empujando podría haber una avalancha que hiciese caer al vacío a decenas de personas. Intenté bajar lo más rápido que pude para evitar esa trampa mortal y empecé a descender la montaña.
Tras ocultarse el sol el camino se encontraba en una oscuridad casi completa. La rapidez con la que desapareció la luz me cogió por sorpresa y empecé a descender a ciegas. Me guiaba por los sonidos de la gente que me precedía y por las luces de los flashes de las cámaras que la gente disparaba intentando obtener algo de luz. La lluvia seguía cayendo y el camino se había convertido en un barrizal impracticable. Mis pies chapoteaban a oscuras entre el barro y las piedras intentando no perder el equilibrio mientras a mi espalda oí como una mujer tropezaba y caía rodando al suelo gritando con sorpresa. La cacofonía de sonidos en la oscuridad me hizo pensar en lo desvalidos que somos los humanos cuando la naturaleza se desata.
Al fin llegué al pie la colina y busqué entre la luz mortecina que aún quedaba a mi conductor. Pero allí había cientos de tuk-tuks esperando a los que descendían. No veía las caras de los conductores a más de un metro y empecé a buscar al mío. La única forma de encontrarlo era rodear los vehículos por detrás y buscar el anuncio del hotel que portaba. La lluvia seguía cayendo y mis gafas chorreaban sobre mi cara. Miré cientos de anuncios y ninguno era el mío. El barro ya me llegaba a los tobillos y tenía las zapatillas empapadas. Y mi tuk-tuk seguía sin aparecer.
Recorrí arriba y abajo la carretera buscándolo. Estaban aparcados a los dos lados de la carretera sin ningún tipo de orden y la confusión era total. Tras veinte minutos empecé a pensar que tendría que esperar a que la mayoría se fuese para poder localizar el mío. Y de repente al otro lado de la carretera vi a alguien que agitaba los brazos y gritaba mi nombre. Era Mr. Sai, mi conductor. No sé como pudo verme en la oscuridad y menos reconocerme, pues a esa distancia yo sólo veía sombras. Crucé hasta él y con una sonrisa me ofreció un botellín de agua helada que nunca me ha sabido mejor.
Regresamos al hotel y por el camino me informó que mientras yo estuve arriba había llevado al guía de regreso a la ciudad y había vuelto a por mi. Entré en el hotel empapado, chorreando agua de mi pelo lacio, con las zapatillas y los calcetines embarrados y la camiseta sudada y pegada al cuerpo. Parecía salido de una película postapocalíptica, pero tuve la sensación de volver a estar de nuevo en casa.
Dejé las zapatillas en el balcón de la habitación y me despojé de esa segunda piel en que se había convertido mi ropa. Esa tarde me di una de las mejores duchas de agua caliente de mi vida.